viernes, 25 de noviembre de 2022

El odio se ha elevado a una categoría política, Judith Butler

 

Judith Butler bromea contra la ira que despiertan sus teorías entre algunos grupos, la mayoría conservadores. “En Brasil me querían matar”, dice entre risas sobre las protestas que suscitó en São Paulo su visita al país sudamericano en noviembre de 2017, cuando decenas de personas marcharon con pancartas en la que se leía “Fuera Butler”, “Vete al infierno” o “Pedofilia no”. “Y yo me preguntaba, ¿qué les he hecho?”, agrega la pensadora estadounidense, encogiéndose de hombros, frente a un auditorio que este viernes ha asistido a una conferencia magistral ofrecida en el marco del doctorado Honoris Causa que le ha otorgado la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). La filósofa ejemplifica con esa anécdota el odio y la intolerancia que se ha moldeado en una amplia capa de la sociedad y que en muchos países se ha fortalecido por el ascenso de políticos o grupos extremistas o, como lo llama ella, “fuerzas reaccionarias”. Butler (Cleveland, EE UU, 66 años), que abrió en 1990 la definición de género y creó la teoría queer, ha alentado a organizar una “acción colectiva” para frenar el ímpetu de movimientos radicales que ponen en peligro importantes avances en derechos humanos.

 

Butler ha compartido sus ideas con un auditorio, abarrotado en su mayoría de estudiantes y académicos, localizado en el Palacio de la Escuela de Medicina del centro de Ciudad de México y que fue la sede de la Inquisición en su época, un imponente edificio cuya construcción data de 1732. Un interesante escenario donde Butler se sumergió durante más de una hora en un profundo diálogo sobre la libertad y la solidaridad desde las teorías de la filósofa alemana Hannah Arendt, una de sus grandes interlocutoras, para alertar del ascenso de movimientos radicales, incluso fascistas, que echan leña al fuego de los serios problemas que afronta la humanidad, como los feminicidios y violencia de género o el cambio climático.

 

Una nueva cacería de brujas, o de impíos, contra la que la filósofa ha alentado una respuesta colectiva para hacer frente a las “políticas de odio cuando llegan al poder”, porque, ha dicho, es difícil lograr un cambio real desde una posición individualista. “Aunque un individuo diga no a una imposición, ese ‘no’ no es político mientras no esté en resonancia con otros ‘no”, ha explicado. Para ella, ha dicho, se trata de “trascender la moralina egocéntrica”. “Cuando estas políticas de odio llegan al poder no podemos responderlas si nos quedamos en el marco del individualismo. No es suficiente si se adoptan posturas que se dibujan desde el individualismo y nos retraen de la acción colectiva”, ha advertido Bluter, quien ya había ahondado en el tema en su ensayo Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy (Taurus).

 

Sus palabras toman fuerza cuando se trasladan al contexto de su país, Estados Unidos, sacudido por una profunda confrontación política, con amplios sectores conservadores radicalizados y alentados desde el movimiento ultra que lidera el expresidente Donald Trump. Esa ola radical conservadora ha logrado revertir importantes avances sociales, como el derecho al aborto, y tiene en la mira otros logros como el matrimonio homosexual, por lo que el Senado estadounidense ha dado un paso clave para blindar ese derecho. La advertencia de Butler también funciona para otros contextos más alejados de la realidad estadounidense, como la embestida negacionista de Jair Bolsonaro en Brasil y la amenaza que ha representado para la conservación de la Amazonía o el auge de la extrema derecha en Europa, con la llegada al poder de regímenes de dudosas credenciales democráticas en Hungría o Italia. “El odio se ha elevado a categoría política”, afirma Butler.

 

Bluter es una de las pensadoras contemporáneas más controvertidas, pero también de las más seguidas y leídas. Su obra genera desde veneración hasta fuertes detractores y sus teorías —que están en un momento álgido por las discusiones sobre políticas trans y ciertas confrontaciones dentro del feminismo— levantan fuertes discusiones. Aunque ella muchas veces ha denostado con fuerza a sus críticos, este viernes en Ciudad de México también ha abogado por una unidad dentro de las diferencias frente a lo que considera las verdaderas amenazas: la violencia de Estado, autoritarismos como los de Vladimir Putin (que ha condenado), la supremacía blanca o el capitalismo más brutal. Se trata, como ha advertido en su obra, de la idea de un colectivo que sea capaz de “proteger al individuo de un destino violento”. “Hay que pensar la sociedad como algo plural. No hay nada más importante en este momento que buscar la solidaridad en las diferencias que hay entre nosotros”, ha recomendado Bluter.

Articulo escrito por Carlos Salinas Maldonado

martes, 5 de abril de 2022

El irresistible ascenso de 'Motomami' y la increíble y triste caída de la filosofía

 


Sócrates se pudre en el vertedero de la historia mientras los jóvenes sueñan con incrustarse en las paletas dentales una mariposa carmesí

Aún recuerdo las caras de mi madre cuando pinchaba 'Made in Japan', el doble LP en directo de Deep Purple. Cuando los gritos de Ian Gillan inundaban nuestro piso –y el de los vecinos, que oponían a la exhibición del prodigioso vocalista una colección de improperios dignos del capitán Haddock-, mi madre, una mujer muy comprensiva, no protestaba, pero su expresión delataba un malestar semejante al de los esclavos y prisioneros que se encaminaban a su inmolación en las pirámides truncadas de los aztecas.

Cuarenta años después, la historia se repite, pero ya no es mi madre la que se aflige escuchando a Deep Purple, sino yo al oír los temas de Motomami, el último disco de Rosalía. Dado que bordeo los sesenta, desconfío de mis impresiones. No ignoro que el antagonismo entre las generaciones no es algo ocasional, sino estructural, casi un aspecto de nuestro ADN, y que ese conflicto determina que las nuevas modas se cuestionen, ridiculicen, denigren. Hoy los Beatles son auténticos clásicos, verdaderos iconos de nuestra cultura, pero en los años sesenta muchos los consideraban unos gamberros melenudos.


Su aspiración era propagar el saber, ponerlo a disposición de los ciudadanos. Sócrates fue acusado de corromper a los jóvenes atenieses y de injuriar a los dioses de la polis, dos cargos que convendría matizar. Lo que se le reprochaba era influir con sus opiniones en las nuevas generaciones, apuntando las fragilidades del sistema democrático, y cuestionar los relatos mitológicos que presentaban a los dioses como ladrones, adúlteros o violadores.

Los jueces fueron un grupo de ciudadanos –lo cual excluía a las mujeres- seleccionados por sorteo. El tribunal popular –llamado Heliea- estaba compuesto por 501 ciudadanos. 280 votaron a favor de condenar a Sócrates frente a 221 que se mostraron partidarios de la absolución. Abascal ha sacado a relucir a los sofistas para utilizar el término como arma arrojadiza. Llamar sofista a un adversario implica acusarlo de relativista y cínico. Lo cierto es que el líder ultraderechista ha incurrido en la misma demagogia que critica, distorsionando la historia de la filosofía. 

Con independencia de lo que decidan los políticos, la filosofía no cesa de perder influencia en la sociedad. Se me ocurren varios motivos: el auge de la cultura de masas, el declive del libro, el academicismo, la pérdida de conciencia histórica, el descrédito de los saberes clásicos, el debilitamiento de las sociedades democráticas, el ocaso del espíritu crítico. La demanda insaciable de entretenimiento se ha impuesto sobre la búsqueda de la excelencia. Los teléfonos móviles y las plataformas audiovisuales han desplazado al libro. Se contempla con indiferencia el pasado y escasea el interés por la poesía, el teatro o el ensayo. Las opciones políticas populistas crecen sin cesar, empleando consignas en vez de ideas para propagar mensajes de odio.

Todo eso se aprecia en el aula. Los más jóvenes repiten lo que oyen en hogares donde a veces no hay ni un libro. Las conductas antisociales se multiplican. Cada vez hay más profesores agredidos, humillados o amenazados. No se reconoce la autoridad de los maestros, pero tampoco la de los padres y, en ocasiones, ni siquiera la de la policía, desbordada por los disturbios de fin de semana. A todo eso se suma que la filosofía hace tiempo que se despidió de los grandes desafíos. Ya no hay pensadores como Sócrates, con la ambición de saber qué es la virtud, el bien, la belleza o la verdad, sino especialistas que desmenuzan los textos para elaborar interpretaciones descabelladas. Se pone en boca de los autores lo contrario de lo que dijeron. Por ejemplo, muchos se empeñan en presentar a Nietzsche como un liberador, pese a que exaltó la guerra, el imperialismo, la eugenesia, la esclavitud y la discriminación de la mujer. 

El irresistible ascenso de Motomami pone de manifiesto que la rebelión de las masas se ha consumado. La increíble y triste caída de la filosofía solo es un reflejo de este hecho. Muchos de los que elaboran las reformas educativas jamás han pisado el aula o si lo han hecho, lo han olvidado. Algunos sostienen que los profesores apenas trabajan, pues no dan más de cuatro o cinco horas de clase al día y disfrutan de dos meses de vacaciones. La jornada laboral de un profesor es semejante a la de cualquier funcionario, pues –además de las clases- participan en reuniones de claustro o departamento, realizan guardias de aula o patio, escriben informes y atienden a los padres.

Por las tardes, ya en su casa, corrigen exámenes y trabajos, preparan las clases y actualizan sus conocimientos, consultando las novedades de su materia. A esas tareas, hay que sumar los cursos de pedagogía, inglés o informática, obligatorios para trienios y sexenios. Si sumamos el tiempo que ocupan estas actividades, nos topamos con cincuenta horas semanales de trabajo intenso. Intenso porque no es fácil mantener la disciplina en el aula y porque desgasta enormemente estar hablando de Platón o Aristóteles y comprobar que nadie muestra interés por lo que explicas. Es como escupir al viento, sabiendo que tu rostro acabará salpicado de saliva. 

No reprocho a los alumnos que muestren indiferencia hacia la filosofía. Yo tuve la suerte de crecer en un hogar con una gran biblioteca. Mi padre era escritor y había impartido clases de literatura. Mi madre era una lectora infatigable y estimuló sin descanso mi curiosidad por los libros. A los adolescentes acostumbrados a tragarse basura televisa o perder el tiempo con los juegos de ordenador les cuesta mucho trabajo adentrarse en la filosofía, la poesía o la historia. Muchos tienen problemas de comprensión, incluso con textos sencillos. Su escritura también es muy deficiente, pues se han habituado a escribir con abreviaturas.

Nos fijamos mucho en las reformas educativas, pero el problema de fondo es otro. Vivimos en la sociedad del espectáculo y la cultura cada día es más irrelevante. De hecho, se ha pervertido su significado, pues desde que la antropología utilizó el término para designar las costumbres y valores de cualquier grupo humano, ha prosperado la idea de que todo es cultura. Se habla de cultura de empresa, de cultura del deporte, de cultura pop. Los que creemos en la distinción entre alta y baja cultura, asociamos la cultura a la ciencia, la filosofía y el arte. Eso no significa despreciar el arte menor. A mí encantan los Beatles y Hergé, pero no se ocurre ponerlos al mismo nivel que a Mozart y Rafael Sanzio. De hecho, los chicos de Liverpool y el dibujante belga tenían muy claro que no estaban a la altura de esos grandes maestros.  

Motomami no es un simple fenómeno comercial. Es el espejo de la sociedad que hemos construido. Sócrates se pudre en el vertedero de la historia mientras los jóvenes sueñan con incrustarse en las paletas dentales una mariposa carmesí. 

Rafael Narbona, El Cultural ("El Español")

viernes, 18 de febrero de 2022

El móvil es un instrumento de dominación. Actúa como un rosario

 



Con cierto vértigo, el mundo material, hecho de átomos y moléculas, de cosas que podemos tocar y oler, se está disolviendo en un mundo de información, de no-cosas, según observa el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han. Unas no-cosas que, aun así, seguimos deseando, comprando y vendiendo, que nos siguen influenciando. El mundo digital cada vez se hibrida de manera más notoria con el que aún consideramos mundo real, hasta el punto de confundirse entre sí, haciendo la existencia cada vez más intangible y fugaz. El último libro del pensador, No-cosas. Quiebras en el mundo de hoy (Taurus), se une a una retahíla de pequeños ensayos en los que este pensador superventas (le han llamado rockstar de la filosofía) ha ido diseccionando minuciosamente las ansiedades que nos produce el capitalismo neoliberal.

Uniendo citas frecuentes a los grandes filósofos y elementos de la cultura popular, los textos de Han transitan desde la que ha llamado la “sociedad del cansancio”, en la que vivimos agotados y deprimidos por las inapelables exigencias de la existencia, hasta al análisis de las nuevas formas de entretenimiento que se nos ofrecen. Desde la psicopolítica, que consigue que los ciudadanos aceptemos rendirnos mansamente a la seducción del sistema, hasta la desaparición del erotismo que Han achaca al narcisismo y exhibicionismo actuales, que campan a sus anchas, por ejemplo, en las redes sociales: la obsesión por uno mismo hace que los demás desaparezcan y el mundo sea un reflejo de nuestra persona. El pensador reivindica la recuperación del contacto íntimo con la cotidianidad —de hecho, es conocido que le gusta cultivar lentamente un jardín, hacer cosas con las manos, el silencio—. Se rebela contra “la desaparición de los rituales” que hace que desaparezca la comunidad y que nos convirtamos en individuos perdidos en sociedades enfermas y crueles.

PREGUNTA. ¿Cómo es posible que en un mundo obsesionado por la hiperproducción y el hiperconsumo, al mismo tiempo los objetos se vayan disolviendo y vayamos hacia un mundo de no-cosas?

RESPUESTA. Hay, sin duda, una hiperinflación de objetos que conduce a su proliferación explosiva. Pero se trata de objetos desechables con los que no establecemos lazos afectivos. Hoy estamos obsesionados no con las cosas, sino con informaciones y datos, es decir, no-cosas. Hoy todos somos infómanos. Se ha llegado ya a hablar de datasexuales [personas que recopilan y comparten obsesivamente información sobre su vida personal].

P. En ese mundo que describe, de hiperconsumo y pérdida de lazos, ¿por qué es importante tener “cosas queridas” y establecer rituales?

R. Las cosas son los apoyos que dan tranquilidad en la vida. Hoy en día están en conjunto oscurecidas por las informaciones. El smartphone no es una cosa. Yo lo caracterizo como el infómata que produce y procesa informaciones. Las informaciones son todo lo contrario a los apoyos que dan tranquilidad a la vida. Viven del estímulo de la sorpresa. Nos sumergen en un torbellino de actualidad. También los rituales, como arquitecturas temporales, dan estabilidad a la vida. La pandemia ha destruido estas estructuras temporales. Piense en el teletrabajo. Cuando el tiempo pierde su estructura nos empieza a afectar la depresión.

P. En su libro se establece que, mediante la digitalización, nos convertiremos en homo ludens, enfocados al juego más que al trabajo. Pero, con la precarización y la destrucción de empleo, ¿podremos todos acceder a esa condición?

R. He hablado de un desempleo digital que no está determinado por la coyuntura. La digitalización conducirá a un desempleo masivo. Este desempleo representará un problema muy serio en el futuro. ¿Consistirá el futuro humano en la renta básica y los juegos de ordenador? Un panorama desalentador. Con panem et circenses (pan y circo) se refiere Juvenal a la sociedad romana en la que no es posible la acción política. Se mantiene contentas a las personas con alimentos gratuitos y juegos espectaculares. La dominación total es aquella en la que la gente solo se dedica a jugar. La reciente e hiperbólica serie coreana de Netflix, El juego del calamar, en la que todo el mundo solo se dedica al juego, apunta en esta dirección.

P. ¿En qué sentido?

R. Esa gente está sobreendeudada y se entrega a ese juego mortal que promete enormes ganancias. El juego del calamar representa un aspecto central del capitalismo en una forma extrema. Ya dijo Walter Benjamin que el capitalismo representa el primer caso de un culto que no es expiatorio, sino que nos endeuda. En los principios de la digitalización se soñaba con que esta sustituiría el trabajo por el juego. En realidad, el capitalismo digital explota despiadadamente la pulsión humana por el juego. Piense en las redes sociales, que incorporan elementos lúdicos para provocar la adicción en los usuarios.

P. En efecto, el teléfono móvil inteligente nos prometía cierta libertad… ¿No se ha convertido en una larga cadena que nos apresa allí donde estemos?

R. El smartphone es hoy un lugar de trabajo digital o bien un confesionario digital. Todo dispositivo, toda técnica de dominación genera artículos de culto que son empleados para la subyugación. Así se afianza la dominación. El smartphone es el artículo de culto de la dominación digital. Como aparato de subyugación actúa como un rosario y sus cuentas; así es como mantenemos el móvil constantemente en la mano. El me gusta es el amén digital. Seguimos confesándonos. Nos desnudamos por decisión propia. Pero no pedimos perdón, sino que se nos preste atención.

P. Hay quien teme que el internet de las cosas pudiera significar algo así como la rebelión de los objetos contra el ser humano.

R. No exactamente. El smart home [hogar inteligente] con cosas interconectadas representa una prisión digital. El smart bed [cama inteligente] con sensores prolonga la vigilancia también durante las horas de sueño. La vigilancia se va imponiendo de modo creciente y subrepticio en la vida cotidiana como si fuera lo conveniente. Las cosas informatizadas, o sea, los infómatas, se revelan como informadores eficientes que nos controlan y dirigen constantemente.

P. Usted ha descrito cómo el trabajo va tomando carácter de juego, las redes sociales, paradójicamente, nos hacen sentir más libres, el capitalismo nos seduce. ¿Ha conseguido el sistema meterse dentro de nosotros para dominarnos de una manera incluso placentera para nosotros mismos?

R. Solo un régimen represivo provoca la resistencia. Por el contrario, el régimen neoliberal, que no oprime la libertad, sino que la explota, no se enfrenta a ninguna resistencia. No es represor, sino seductor. La dominación se hace completa en el momento en que se presenta como la libertad.

P. ¿Por qué, a pesar de la precariedad y la desigualdad crecientes, de los riesgos existenciales, etcétera, el mundo cotidiano en los países occidentales parece tan bonito, hiperdiseñado, y optimista? ¿Por qué no parece una película distópica o ciberpunk?

R. La novela 1984 de George Orwell se ha convertido desde hace poco en un éxito de ventas mundial. Las personas tienen la sensación de que algo no va bien con nuestra zona de confort digital. Pero nuestra sociedad se parece más a Un mundo feliz de Aldous Huxley. En 1984 las personas son controladas mediante la amenaza de hacerles daño. En Un mundo feliz son controladas mediante la administración de placer. El Estado distribuye una droga llamada “soma” para que todo el mundo se sienta feliz. Ese es nuestro futuro.

P. Usted sugiere que la inteligencia artificial o el big data no son formas de conocimiento tan asombrosas como nos las pintan, sino más bien “rudimentarias”. ¿Por qué?

R. El big data dispone solo de una forma muy primitiva de conocimiento, a saber, la correlación: si ocurre A, entonces ocurre B. No hay ninguna comprensión. La inteligencia artificial no piensa. A la inteligencia artificial no se le pone la carne de gallina.

P. Dijo Blaise Pascal que la gran tragedia del ser humano es que no puede estar quieto sin hacer nada. Vivimos en un culto a la productividad, incluso en ese tiempo que llamamos “libre”. Usted lo llamó, con gran éxito, la sociedad del cansancio. ¿Deberíamos fijarnos como objetivo político la recuperación del tiempo propio?

R. La existencia humana está hoy totalmente absorbida por la actividad. Con ello se hace completamente explotable. La inactividad vuelve a aparecer en el sistema capitalista de dominación como incorporación de algo externo. Se llama tiempo de ocio. Como sirve para recuperarse del trabajo, permanece vinculado al mismo. Como derivada del trabajo constituye un elemento funcional dentro de la producción. Necesitamos una política de la inactividad. Esto podría servir para liberar el tiempo de las obligaciones de la producción y hacer posible un tiempo de ocio verdadero.

P. ¿Cómo se combina una sociedad que trata de homogeneizarnos y eliminar las diferencias, con la creciente querencia de las personas por ser diferentes de los demás, en cierto modo, únicas?

R. Todo el mundo quiere hoy ser auténtico, es decir, diferente a los demás. Así, estamos comparándonos todo el rato con los otros. Precisamente es esta comparación la que nos hace a todos iguales. O sea: la obligación de ser auténticos conduce al infierno de los iguales.

P. ¿Necesitamos más silencio? ¿Estar más dispuestos a escuchar al otro?

R. Necesitamos que se acalle la información. Si no, acabará explotándonos el cerebro. Hoy percibimos el mundo a través de las informaciones. Así se pierde la vivencia presencial. Nos desconectamos del mundo de forma creciente. Vamos perdiendo el mundo. El mundo es algo más que información. La pantalla es una pobre representación del mundo. Giramos en círculo alrededor de nosotros mismos. El smartphone contribuye decisivamente a esta pobre percepción de mundo. Un síntoma fundamental de la depresión es la ausencia de mundo.

P. La depresión es uno de los más alarmantes problemas de salud contemporáneos. ¿Cómo opera esa ausencia de mundo?

R. En la depresión perdemos la relación con el mundo, con el otro. Nos hundimos en un ego difuso. Pienso que la digitalización, y con ella el smartphone, nos convierten en depresivos. Hay historias de odontólogos que cuentan que sus pacientes se aferran a su teléfono cuando el tratamiento es doloroso. ¿Por qué lo hacen? Gracias al móvil soy consciente de mí mismo. El móvil me ayuda a tener la certeza de que vivo, de que existo. De esa forma nos aferramos al móvil en situaciones críticas, como el tratamiento dental. Yo recuerdo que cuando era niño me aferraba a la mano de mi madre en el dentista. Hoy la madre no le dará la mano al niño, sino que le dará el móvil para que se agarre a él. El sostén no viene de los otros, sino de uno mismo. Eso nos enferma. Tenemos que recuperar al otro.

P. Según el filósofo Fredric Jameson es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. ¿Ha imaginado usted algún modo de poscapitalismo ahora que el sistema parece en decadencia?

R. El capitalismo corresponde realmente a las estructuras instintivas del hombre. Pero el hombre no es solo un ser instintivo. Tenemos que domar, civilizar y humanizar el capitalismo. Eso también es posible. La economía social de mercado es una demostración. Pero nuestra economía está entrando en una nueva época, la época de la sostenibilidad.

P. Usted se doctoró con una tesis sobre Heidegger, que exploró las formas más abstractas de pensamiento y cuyos textos son muy oscuros para el profano. Sin embargo, usted consigue aplicar ese pensamiento abstracto a asuntos que cualquiera puede experimentar. ¿Debe la filosofía ocuparse más del mundo en el que vive la mayor parte de la población?

R. Michel Foucault define la filosofía como una especie de periodismo radical, y se considera a sí mismo periodista. Los filósofos deberían ocuparse sin rodeos del hoy, de la actualidad. En eso sigo a Foucault. Yo intento interpretar el hoy en pensamientos. Estos pensamientos son precisamente los que nos hacen libres.

 

miércoles, 16 de febrero de 2022

Una oda al aburrimiento profundo

 




Byung-Chul Han es un alma disidente de la sociedad actual, un rebelde contra el capitalismo digital cuyos textos nos incitan a ser críticos con la realidad contemporánea.

El ensayista surcoreano, experto en estudios culturales, es uno de los filósofos más laureados de nuestro tiempo. En su pensamiento destacan las críticas al capitalismo, la sociedad del trabajo, la tecnología y la hipertransparencia.

Profesor de la Universidad de las Artes de Berlín y autor de 16 libros, en sus escritos reflexiona sobre lo que denomina la “sociedad del cansancio” (Müdigkeitsgesellschaft) y la “sociedad de la transparencia” (Transparenzgesellschaft). También es el artífice del neologismo shanzhai, con el que identifica la deconstrucción en las prácticas contemporáneas del capitalismo chino.

En este texto extraído de su libro La sociedad del cansancioByung-Chul Han reflexiona sobre el poder de la contemplación y lo bello que es saber aburrirse para crear, reflexionar, imaginar y trascender las barreras de una realidad actual que, por el contrario, apuesta por el multitasking y la hiperactividad, devolviéndonos a un estado más salvaje:

 “El exceso de positividad se manifiesta, como un exceso de estímulos, informaciones e impulsos. Modifica radicalmente la estructura y economía de la atención. Debido a esto, la percepción queda fragmentada y dispersa. Además, el aumento de carga de trabajo requiere una particular técnica de administración del tiempo y la atención, que a su vez repercute en la estructura de esta última.

La técnica de administración del tiempo y la atención multitasking no significa un progreso para la civilización. El multitasking no es una habilidad para la cual esté capacitado únicamente el ser humano tardomoderno de la sociedad del trabajo y la información. Se trata más bien de una regresión. En efecto, el multitasking está ampliamente extendido entre los animales salvajes. Es una técnica de atención imprescindible para la supervivencia en la selva. Un animal ocupado en alimentarse ha de dedicarse, a la vez, a otras tareas. Por ejemplo, ha de mantener a sus enemigos lejos del botín. Debe tener cuidado constantemente de no ser devorado a su vez mientras se alimenta. Al mismo tiempo, tiene que vigilar su descendencia y no perder de vista a sus parejas sexuales. El animal salvaje está obligado a distribuir su atención en diversas actividades. De este modo, no se halla capacitado para una inmersión contemplativa: ni durante la ingestión de alimentos ni durante la cópula. No puede sumergirse de manera contemplativa en lo que tiene enfrente porque al mismo tiempo ha de ocuparse del trasfondo.

No solamente el multitasking, sino también actividades como los juegos de ordenadores suscitan una amplia pero superficial atención, parecida al estado de la vigilancia de un animal salvaje. Los recientes desarrollos sociales y el cambio de estructura de la atención provocan que la sociedad humana se acerque cada vez más al salvajismo. Mientras tanto, el acoso laboral, por ejemplo, alcanza dimensiones pandémicas. La preocupación por la buena vida, que implica también una convivencia exitosa, cede progresivamente a una preocupación por la supervivencia. Los logros culturales de la humanidad, a los que pertenece la filosofía, se deben a una atención profunda y contemplativa. La cultura requiere un entorno en el que sea posible una atención profunda. Esta es reemplazada progresivamente por una forma de atención por completo distinta, la hiperatención. Esta atención dispersa se caracteriza por un acelerado cambio de foco entre diferentes tareas, fuentes de información y procesos. Dada, además, su escasa tolerancia al hastío, tampoco admite aquel aburrimiento profundo que sería de cierta importancia para un proceso creativo.

Walter Benjamin llama al aburrimiento profundo ‘el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia’. Según él, si el sueño constituye el punto máximo de la relajación corporal, el aburrimiento profundo corresponde al punto álgido de la relajación espiritual. La pura agitación no genera nada nuevo. Reproduce y acelera lo ya existente. Benjamin lamenta que estos nidos del tiempo y el sosiego del pájaro de sueño desaparezcan progresivamente. Ya no se ‘teje ni se hila’. Expone que el aburrimiento es ‘un paño cálido y gris formado por dentro con la seda más ardiente y coloreada’, en el que ‘nos envolvemos al soñar’. En ‘los arabescos de su forro nos encontramos entonces en casa’. A su parecer, sin relajación se pierde el ‘don de la escucha’ y la ‘comunidad que escucha’ desaparece. A esta se le opone diametralmente nuestra comunidad activa. ‘El don de la escucha’ se basa justo en la capacidad de una profunda y contemplativa atención, a la cual el ego hiperactivo ya no tiene acceso.

 Quien se aburra al caminar y no tolere el hastío deambulará inquieto y agitado, o andará detrás de una u otra actividad. Pero, en cambio, quien posea una mayor tolerancia para el aburrimiento reconocerá, después de un rato, que quizás andar, como tal, lo aburre. De este modo, se animará a inventar un movimiento completamente nuevo. Correr no constituye ningún modo nuevo de andar, sino un caminar de manera acelerada. La danza o el andar como si se estuviera flotando, en cambio, consisten en un movimiento del todo diferente. Únicamente el ser humano es capaz de bailar. A lo mejor, puede que al andar lo invada un profundo aburrimiento, de modo que, a través de este ataque de hastío, haya pasado del paso acelerado al paso de baile.

En comparación con el andar lineal y rectilíneo, la danza, con sus movimientos llenos de arabescos, es un lujo que se sustrae totalmente del principio de rendimiento. Con la expresión vita contemplativa no debe evocarse aquel mundo en el que originariamente fue establecida. Está ligada a aquella experiencia del Ser, según la cual lo Bello y lo Perfecto son invariables e imperecederos y se sustraen de todo acceso humano. Su carácter fundamental es el asombro sobre el Ser-Así de las cosas, que está libre de toda factibilidad y procesualidad. La duda moderna y cartesiana reemplaza al asombro. Sin embargo, la capacidad contemplativa no se halla necesariamente ligada al Ser imperecedero. Justo lo flotante, lo poco llamativo y lo volátil se revelan solo ante una atención profunda y contemplativa. Asimismo, el acceso a lo lato y lo lento queda sujeto al sosiego contemplativo.

Las formas o los estados de duración se sustraen de la hiperactividad. Paul Cézanne, aquel maestro de la atención profunda y contemplativa, dijo alguna vez que podía ver el olor de las cosas. Dicha visualización de los olores requiere una atención profunda. Durante el estado contemplativo, se sale en cierto modo de sí mismo y se sumerge en las cosas. Merleau-Ponty describe la mirada contemplativa de Cézanne sobre el paisaje como un proceso de desprendimiento o desinteriorización. ‘Al comienzo, trataba de hacerse una idea de los estratos geológicos. Después, ya no se movía más de su lugar y se limitaba a mirar, hasta que sus ojos, como decía Madame Cézanne, se le salían de la cabeza. […] El paisaje, remarcaba él, se piensa en mí, yo soy su conciencia’.

Solo la profunda atención impide ‘la versatilidad de los ojos’ y origina el recogimiento que es capaz de ‘cruzar las manos errantes de la naturaleza’. Sin este recogimiento contemplativo, la mirada vaga inquieta y no lleva nada a expresión.

Pero el arte es un ‘acto de expresión’. Incluso Nietzsche, que reemplazó el Ser por la voluntad, sabe que la vida humana termina en una hiperactividad mortal, cuando de ella se elimina todo elemento contemplativo:

‘Por falta de sosiego, nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie. En ninguna época, se han cotizado más los activos, es decir, los desasosegados. Cuéntase, por tanto, entre las correcciones necesarias que deben hacérsele al carácter de la humanidad el fortalecimiento en amplia medida del elemento contemplativo’".


Byung-Chul Han, "Cultura inquieta"

jueves, 13 de enero de 2022

Martin Heidegger, el olvido del ser

 



Martin Heidegger es el filósofo artista, el gran maestro del asombro. Con pocos filósofos se siente con más intensidad la llamada del pensamiento. Cuando el ambiente es propicio, como en el balneario de Bühlerhöhe, llega a decir cosas sorprendentes. “El poeta no trae lo divino, sólo teje el velo a través del cual se adivina”. Su auditorio no son filósofos sesudos, sino capitanes de barco, industriales, dignatarios extranjeros, banqueros y señoras de la alta sociedad que reciben en las montañas de Baden-Baden tratamiento médico y espiritual. El mago de Messkirch electrifica el ambiente. Nadie se resiste al ímpetu de sus palabras. El auditorio enmudece. Se palpa el peligro y la responsabilidad. En esa cumbre y en ese instante se decide el destino del mundo. Concluida la guerra, la autoridad encargada de la depuración de los nazis ha prohibido a Heidegger la enseñanza en la universidad. Se gana la vida dictando conferencias en balnearios y academias de Arte. Vuela libre, despojado del manto de la “metafísica occidental”, que ha decantado la huida de los dioses, el enfrentamiento con el mundo y la utopía tecnológica.

Exiliado de la universidad, pasa largas temporadas en su cabaña de Todtnauberg, un pequeño refugio construido en las montañas de la Selva Negra. En ella escribe sus cautivadoras conferencias y los enigmáticos textos del final de su vida. Corta leña, pasea por las colinas y enciende el fuego sagrado del pensamiento. Cuando le visitan los estudiantes, salen de excursión y duermen al raso. Noches de fogata, guitarra y recitaciones a la luz de la luna. Cuando está sólo, se ve trasladado “a la vibración propia del pensamiento, de la que no es dueño”, y acata obediente sus embestidas. Las cumbres, el sol de otoño, las laderas cubiertas de nieve y la oscuridad del bosque, definen su modo de estar en el mundo.

Heidegger pertenece a una familia humilde de Messkirch, no lejos de Friburgo. Una aldea tranquila y católica, con una iglesia barroca donde su padre (hijo del zapatero) trabaja como sacristán. Martin y su hermano Fritz ayudan a su progenitor en las tareas de la iglesia y en su otro oficio, el de tonelero. Tocan las campanas y recogen madera del bosque para las barricas de vino. La incursión en el bosque, el hallazgo del claro, serán decisivos en su filosofía. Es un niño tímido, menudo, de ojos negros. Le cuesta trabajo mirar a la cara de la gente y, sin embargo, ejerce un misterioso poder sobre los demás. Un anciano de Messkirch confesó a Gadamer que, de niño, “era el más menudo, el más débil, el más inquieto e inútil, pero acabó dominándolos a todos”. El poder de la palabra.

Sus padres no pueden sufragarle los estudios y, durante trece años, será becado por la Iglesia, que ve en él un futuro teólogo católico. Llega a poner el pie en el noviciado de los jesuitas, pero una taquicardia lo saca de allí. Cuando descubre a Husserl, queda fascinado de que se pueda pensar sin tener en cuenta a Dios. Abandona la fe y la teología y se hace fenomenólogo. Corteja a Husserl, que acababa de perder a su hijo en la guerra, y se hace un hueco entre sus discípulos. Malvine Husserl lo llamaba “el niño fenomenológico”. Él asume con gusto el papel de hijo adoptado. Durante la primera gran guerra no es enviado al frente debido al delicado estado de su corazón. Sirve como censor de correspondencia y observador meteorológico. Tras la guerra, el sistema del catolicismo le resulta inaceptable. Husserl le ayudará a encontrar un puesto en la Universidad de Marburgo y, cuatro años más tarde, regresaría a Friburgo para sucederlo en su cátedra.

Carácter es destino

Heidegger es un tipo singular. Viste con la ropa tradicional de la Selva Negra y tiene algo de impenetrable. Su modo de hablar tiene algo de hipnótico, con su acento rústico de suabo. Como filósofo, tuvo dos grandes carencias. En primer lugar, no viajó y su filosofía se resintió por ello. Se le puede disculpar que su pensamiento sea local (en cierto sentido, toda filosofía arraigada en el paisaje lo es), pero en su caso su provincianismo fue extremo. Heidegger equipara las personas a las plantas, que no viajan, y asume la tradicional ideología “sudista” alemana, según la cual la región de Baden y Baviera son el manantial espiritual de la nación. En segundo lugar, Heidegger carece de sentido del humor (un sentido indispensable para la filosofía). Nunca se siente perdido en la interminable “casa del ser” que es el habla, ni sabe reírse de los juegos de lenguaje que él mismo crea y en los que se enreda su pensamiento (algo que sí hacía, con mucha gracia, su hermano Fritz).

En Marburgo, algunos de sus colegas consideran que su pensamiento atrae especialmente a los judíos. Por sus juegos etimológicos, propios de un talmudista, “por su declarado ateísmo y nihilismo metafísico”, aspectos todos ellos “disolventes para la raza y el espíritu del pueblo alemán”. Su relación con el mundo judío es ambigua. Comparte algo del “antisemitismo ambiente” de la Alemania meridional, pero su filosofía tiene el tono de la hermenéutica hebrea y abrirá una vía para la hermenéutica moderna. Uno de sus detractores en el partido nazi dirá que sus escritos son “un conjunto de necedades esquizofrénicas que dan apariencia de profundidad a banalidades que sólo pueden emanar de un espíritu enfermo”. El profesor Jaensch, colega en Marburgo, añade que habría que denunciar su “alemán talmúdico, que tanta admiración causa entre sus adeptos judíos”. Levinas Derrida son dos buenos ejemplos. Ambos se sentirán atraídos por esa manera de pensar “leguleyo-talmúdica” tan hebrea, a la que no le importa “cambiar la ciencia natural por una exégesis del Talmud”.

Todo ello no impide que, en 1933, se una con entusiasmo a la revolución nacionalsocialista, hechizado por la figura y el liderazgo de Hitler. En su toma de posesión como rector en Friburgo proclama el principio de caudillaje y proyecta la unificación de las universidades alemanas. El primero de mayo, día de la fiesta nacional, se hace miembro del partido nazi. Pagará religiosamente sus cuotas hasta su disolución en 1945. El Führer promete hacer frente al comunismo (que destruye la personalidad y las formas de vida auténticas), restablecer el orden en el caos de la República de Weimar y sacar a la nación de la miseria económica y moral en la que está sumida desde el Pacto de Versalles. Previamente, en los años anteriores al rectorado, ha estado inmerso en Platón. La revolución nazi abre la posibilidad de un nuevo caudillaje filosófico. El desastre estará a la altura del de Siracusa. Heidegger, como Platón, no morirá en el intento, pero el fracaso cambiará su vida. Si un filósofo ha de medirse por sus cimas y no por sus errores, la imagen del ser humano como “claro del bosque”, ámbito donde se filtra una luz amable y asimilable, debería permitirnos ser indulgentes con su delirio nacionalsocialista.

Max Weber exhortaba a los filósofos a soportar el desencanto del mundo. Los neokantianos tienden a enfatizar las diferencias entre las ciencias y las humanidades. Las primeras se rigen por leyes generales, las segundas por leyes morales. Weber alertaba del peligro de los profetas que hablaban desde las cátedras. Curiosamente, dos de los más grandes, Nietzsche y Heidegger, perdieron sus cátedras. Uno por enfermedad, el otro por sus delirios políticos. Ambos se miran en Heráclito, en ambos hay misterio, ebriedad y espanto. Desde su retiro pronuncian proclamas que hacen temblar los órdenes establecidos. En los tres encontramos la idea de que lo esencial no puede fabricarse ni erigirse en sistema. La filosofía debe permanecer en la indigencia, en su “falta esencial de morada”, a cielo abierto. Debe litigar contra cualquier tipo de certeza. Ahí radica su autenticidad. Cada uno es libre de elegir sus héroes, pero los héroes de la filosofía deben avivar el fuego de las preguntas y, en el caso de Heidegger, mostrar el abismo del ser y, como veremos, el horror al vacío. Karl Jaspers quedará fascinado por esa actitud. “Desde hace mucho tiempo no he escuchado a nadie como usted”. La fascinación inicial irá cambiando con el tiempo. La magia de Heidegger no impide que a veces irrite. El filósofo de moda es para algunos un charlatán. Con sus etimologías inverosímiles y sus manías de Selva negra, etnocéntricas y, ocasionalmente, antisemitas. Le gusta discurrir a contracorriente, por el filo de la navaja. Puede sonar disparatado, nunca frívolo. A veces parece de una profundidad estremecedora, otras, se tiene la impresión de que juega con las palabras de un modo impropio para un filósofo. Jaspers acabó desconfiando de su concepción del ser. “Nadie puede afirmar qué es el Ser de Heidegger”. Heidegger, a su vez, afirmó que nadie, ni siquiera Husserl, sabía que era eso de la fenomenología. Las relaciones entre maestro y discípulo suelen ser complicadas. Hannah Arendt, tras una serie de dudas, le será fiel hasta el final. Lo promocionará en Estados Unidos y le seguiría en su ruptura con la metafísica. La relación del individuo con el mundo no es primariamente teórica o cognitiva, sino que se realiza en el cuidado y la acción. Un modo receptivo de estar en el mundo, que se abre al acontecer de la verdad.

Tras la guerra, encontramos a Jaspers completamente desengañado. Heidegger es “un alma impura que no nota su impureza”, cuya sensibilidad moral no está a la altura de su pensamiento. Arendt le recuerda que vive con una intensidad y una profundidad difícil de olvidar. Otros añaden que “ha sido golpeado con el encargo del pensamiento” y “que a veces se siente amenazado por lo que él mismo tiene que pensar”. Sin duda el filósofo conoce la negritud del bosque y el carácter oneroso de la existencia. En la primavera de 1946, tras la derrota, padece un derrumbe psíquico y es ingresado en un sanatorio. Desde hace tiempo que cultiva la angustia como un suelo fértil. Un estado en el que el mundo pierde consistencia y aparece desnudo sobre el trasfondo de la nada. Cuando habla del origen, Heidegger no parece estar pensando en la luz, sino en una nada impenetrable y oscura. Todo lo que entretiene y sostiene al hombre moderno, las convicciones políticas o filosóficas, la alta cultura y los valores, son intentos vanos y desesperados de ocultarla.

La experiencia del ser es apertura y asentimiento a un interminable horizonte de relaciones, posibilidades, encuentros. La esencia del arte consiste en “sacar a la luz” y propiciar esa apertura y ese asentimiento. Reconciliación con el mundo y con las cosas. Mediante la técnica y su agenda oculta de penetración y explotación, nunca podremos entender a la naturaleza ni apreciar su brillo. El arte hace brillar, la técnica oscurece. Heidegger se distancia de Weber (“el filósofo debe asumir el desencantamiento del mundo”), pero el reencantamiento ya no es tarea de la filosofía, sino de la poesía y el arte.

Si el ente se convierte en “objeto de representación, se instrumentaliza y pierde el ser. La técnica instrumental moderna ha obrado esa transformación. El individuo científico-técnico, con sus métodos y aparatos, se impone. No vive “implantado” en el mundo, sino “frente” al mundo. Entonces ya no hay apertura sino cierre, enfrentamiento. La época moderna ha creado la “costra” de la que hablaba Gabriel Marcel. El francés sostenía que, conforme vivimos y recibimos las heridas que depara la existencia, creamos una corteza que nos protege pero que también nos insensibiliza. La huida de los dioses no es independiente de esa manía moderna de estar “frente” al mundo.

Ser y tiempo

La filosofía ha caído tradicionalmente en dos trampas. O bien ha creído que la conciencia surge a partir del mundo (naturalismo) o bien que el mundo queda constituido por la conciencia (idealismo). Heidegger busca una tercera vía. La del “ser en el mundo” (Dasein). El Dasein es un término técnico para designar al ser humano, en su condición de “existente”, de “estar en el mundo”. No me experimento primero a mí mismo, y luego al mundo. Tampoco a la inversa. El ser no ha de buscarse en el ámbito de lo eterno e invariable, sino en el tiempo, en el “ser hacia la muerte”, en la finitud y la limitación. Hemos probado la fenomenología, pero un día nos será arrebatada.

Mediante un lenguaje artificioso de palabras compuestas (en ocasiones monstruosas), Ser y tiempo trata de pavimentar esa tercera vía. Se sirve de conceptos como “ser a la mano” y “ser a la vista”. Curiosamente, no habla todavía de “ser escuchado”, que será esencial en el segundo Heidegger, cuando su filosofía se transforme en una hermenéutica poética. El olvido del ser consiste en la transformación del mundo en algo meramente “a la vista”, mientras que el “ser a la mano” permite estar entre las cosas, haciendo posible la cercanía y el cuidado. “El cuidado no es otra cosa que la temporalidad vivida”. El existir nunca está dado, es realización, entrega, movimiento. Si atribuyo el enamoramiento a la segregación de mis glándulas, no lograré la realización del amor.

Hemos olvidado el ser y también hemos olvidado que olvidamos. El sentido del ser es el tiempo. Pero el tiempo no es algo que podamos tomar, algo que pasa o algo dado. El tiempo es algo encomendado. El Dasein debe establecerse sobre sus propios pies, sin confiarse al Estado, la moral pública o la sociedad. En el Dasein la nada se hace algo, pero también ese algo se hará nada. De ahí que deba buscar la autenticidad. Heidegger rehúye el papel de moralista, pero denuncia los modos de vida “impropios”. La masificación de las ciudades, el mercadeo de la opinión pública, el capricho folletinesco de la vida espiritual.

La obstinación de las ciencias con el ente es una forma de eludir esa temporalidad inquietante del Dasein y su ser posible. El sentido no es algo dado, como pretenden las ciencias, el sentido, como el recuerdo, hay que rehacerlo y reconstruirlo continuamente. Esa situación convierte a la angustia en el estado de ánimo dominante del Dasein, consecuencia directa de su rechazo al olvido del ser. La angustia reina sobre los estados de ánimo. Hay que distinguirla del miedo, que tiene su objeto. La angustia carece de objeto y de límites. Su enfrente es la nada. Quien la experimenta en profundidad, el mundo ya no puede ofrecerle nada. No es el preludio del “salto a la fe”, como en Kierkegaard. Hay una cierta monomanía en Heidegger con la angustia. Se recrea en ella. Se niega a ofrecer consuelo o vías de escape. La filosofía no puede indicar qué hacer, no es una instancia de orientación moral. La filosofía ha de demoler las supuestas objetividades éticas. La comunidad social o familiar es un modo de escurrir el bulto, un modo de escamotear esa decisión y esa soledad. Sin embargo, Heidegger insinúa la posibilidad de un camino colectivo. El Dasein está inmerso en la historia de su pueblo y en una herencia común. Deba escoger entre los héroes de su tradición. Pero a pesar de esas tentativas de camino colectivo, que se concretan en el proyecto nacionalsocialista, en Ser y tiempo predomina un tono individualista. La esfera pública lo oscurece todo, no es capaz de generar “propiedad”, que es aquello que hace auténtica la vida del individuo. Se aprecia todavía la influencia de Husserl y el autor no duda en calificar su propia obra de “solipsismo existencial”. Nada, ningún pueblo, ningún destino colectivo, puede exonerar al Dasein de sus decisiones en el ámbito del “ser propio”, de la propia singularidad y autenticidad. Los grandes proyectos históricos y sociales son frágiles engendros y refugios vanos. Hay que volcarse en el instante.

El instante

El instante es antiburgués y promete vértigos. Ningún dogma ni institución puede preservar su verdad. A cada uno lo llama con voz diferente. El instante no se deja arrastrar por nuestra relación habitual con el tiempo. Carece de fines, es fin en sí mismo. No ambiciona nada, ni siquiera un instante posterior. Su mística nada sabe de proyectos o planificaciones. Es disfrute vivo e intensivo. Solipsista, si se quiere, pero abrazado al universo en su conjunto. El núcleo de la temporalidad no está en el devenir histórico, sino en el “cuidado” del instante. El Dasein vive en un horizonte abierto de tiempo, buscando apoyos y fiabilidad en el manantial del tiempo (como si sobre el agua se pudiera construir). Esos apoyos son el trabajo, las instituciones, la familia, los valores. Pero si el sentido del ser es el tiempo, no puede haber ninguna huida del tiempo, ningún pilar lo suficientemente estable. Sólo hay un refugio: el instante. Por eso el pensamiento no es otra cosa que el cuidado del instante. Todo lo demás, filosofía incluida, es engañarse uno mismo.

El instante es la pasión peculiar del pensamiento. No es algo dado, debe descubrirse, pues nuestra relación habitual con el tiempo lo encubre. En cierto sentido, el instante es una realización del Dasein, es “creado” por él. Pero el instante no supone el salto a la fe (como en Kierkegaard), ni el encuentro con lo numinoso (Rudolf Otto), sino que es la relación con lo totalmente otro. Un acontecimiento en el que el tiempo horizontal es cortado por el vertical. Es la “presencia del espíritu” (aunque Heidegger no lo diría así). Cuando falta el instante, la vida se convierte en una carrera ciega y sinsentido hacia la muerte. La falta de presencia del espíritu es la antesala de todos los horrores. Ese instante es como una grieta, una “irrupción”, una fractura que rompe el continuo del tiempo. Quien ama el instante no ha de preocuparse por su propia seguridad. El instante es una “sacudida sísmica” (Nietzsche), un relámpago de desprecio frente al deber. El instante exige un corazón aventurero. Dios ha muerto, viva el instante.

Desde la perspectiva de la filosofía india, podría decirse que el instante es la espontaneidad de la conciencia, que se filtra entre las grietas de la sensibilidad. O, en términos de Prabhākara, que es la luz propia que ilumina tanto al sujeto como al objeto (ambos luz reflejada). La fenomenología había puesto todo esto en valor, pero Heidegger sigue otros derroteros. El instante es la excepción. Lo normal no prueba nada, la excepción lo demuestra todo. El instante exige una conquista continua, una unificación a partir de la dispersión. Pero en Heidegger el instante no es la luminosidad autocontenida de la conciencia, sino la angustia y el aburrimiento. La angustia nos revela la nada. La trascendencia es hundimiento en la nada. Con Heidegger se cumple la sentencia de Heráclito: “carácter es destino”. El espíritu de los bosques proyecta aquí una luz tenebrosa. Heidegger nos deja vacíos, desolados, en una semipenumbra. Es el nuevo estilo de la filosofía, la magia de la afección del ánimo. Una afección desatada por la nada, que nos obliga a mirar a la cara a un fundamento vacío.

De ahí el desprecio de Heidegger hacia el positivismo, que no sabe nada de la nada, que es incapaz de considerarla como merece. El científico siempre tiene que habérselas con algo y Heidegger anda tras las huellas de la nada. Un camino que revela que nosotros no somos enteramente de este mundo y que hemos de sostenernos dentro de la nada. El Dasein es el guardián del puesto de la nada. Puede esconder a sus propios ojos el abismo de la nada, pero entonces traiciona su esencia, enredándose en falsas seguridades. Kafka no anda lejos. Esa nada es algo que nos afecta incondicionalmente. Pero no todo ha de ser negativo. El no y la nada son el gran misterio de la libertad. Esa es la audacia heideggeriana. Una audacia peligrosa. La fascinación ante la nada permite el olvido moral, la entrega a la barbarie, a la experiencia intensa, salvaje y singularmente atractiva. Las anfetaminas facilitan esta mística del instante. El proyecto nacionalsocialista, en su fase final, no fue ajeno a estas derivas. Amoralidad bélica, anárquica y aventurera, estimulada por psicotrópicos, que deja regueros de dolor y sangre. La filosofía no debe ayudar a liberarse de la angustia, sino a profundizar en ella. Inyectar el espanto. Nada de refugiarse en las luces de la cultura o el espejismo de la ilustración. Como buen esquiador, Heidegger es osado en el descenso.

¿Qué es metafísica?

Cuando uno se pregunta qué es la metafísica, la respuesta es otra pregunta. Una pregunta que debe uno hacerse a sí mismo, si quiere andar el camino de la filosofía. La metafísica es la pregunta por la nada. No hay problema mayor que la nada, por insignificante que parezca, en la filosofía de Heidegger. “¿Por qué hay algo en lugar de nada?”, fue lo que planteó Leibniz y ahora se reedita. Bergson dirá que la nada es el resorte escondido de la especulación filosófica. Para Zubiri, el pensamiento griego parte del ser, mientras que San Agustín o Hegel parten de la nada. Entre el ser y la nada anda el juego. Sartre lo sabe bien. A pesar de la clásica sentencia escolástica (ex nihilo nihil fit: de la nada, nada surge), la nada ha tenido un magnetismo incontestable. Su presencia, insidiosa o liberadora, se cierne sobre el pensamiento de todas las épocas, pero las ciencias la ignoran. No puede ser de otro modo. La nada no es una cantidad, la física poco puede hacer con ella. Para algunos se trata de una pseudo-idea, pues no puede ser imaginada ni pensada. No se puede imaginar que no hay nada, en cambio, se puede imaginar el vacío, por ejemplo, en un frigorífico. El vacío presupone la existencia de algo. Si pudiéramos prescindir de todas las percepciones externas y de todos los recuerdos, todavía quedaría una conciencia del presente (vacía, según la imaginación india).

Heidegger difiere en su consideración de la Nada. La Nada no es la negación del ente, sino aquello que hace posible el no y la negación. La nada es el elemento en el que se agita, braceando, la existencia. El mar en el que nadamos todos y donde tratamos de mantenernos a flote. Esa nada se descubre mediante una experiencia de la que ya hemos hablado: la angustia. La nada hace posible la trascendencia del ser. La nada implica, en sentido ontológico (no lógico), al ser. Sin la nada no habría identidad ni libertad, sin la nada el Dasein no sería Dasein. El vigor con el que Heidegger defiende este concepto en su célebre conferencia de 1929 convirtió su filosofía de este periodo en una filosofía de la nada que fascinará a la Escuela de Kyoto, heredera del concepto budista de vacío (aunque el vacío budista nada tenga que ver con la nada, sino con la interdependencia fundamental de todas las cosas).

La indagación en la nada es la consecuencia inevitable de la pregunta por el Ser. Para Heidegger, “la nada anonada”, nos deja abrumados, desconcertados. Carnap se reía de esta frase porque quizá nunca experimentó esa congoja. Decir “la nada anonada”, nos dice, es como decir “la lluvia llueve”. Un pseudo enunciado resultado de una mala gramática y de una insurgencia sintáctica. El positivista reduce esa emoción primigenia a una cuestión lingüística. Heidegger estaría de acuerdo en lo de la insurgencia. Lo que dice de la Nada no pretende ser una proposición “acerca” de la Nada, pues la Nada no puede ser sujeto de frases proposicionales. La persona (Dasein) se halla suspendida en la Nada. Entendemos ahora por qué la lógica es impotente para afrontar el problema de la Nada. De ahí la ingenuidad de la lógica positivista.

La ciencia nada sabe de la nada

Ninguna pregunta metafísica puede formularse sin que el interrogador se vea interpelado aquí y ahora. Si consideramos las ciencias, en plural, observamos que ninguna en particular goza del dominio sobre otras. El conocimiento matemático no es más riguroso que el histórico-filológico. Exigir exactitud a la historia sería contradecir la idea de rigor característica de las ciencias del espíritu. Las ciencias llevan a cabo un acercamiento particular a la cosa. Lo esencial del átomo es físico, lo esencial de la molécula químico, lo esencial de la célula biológico. ¿Hay física en la célula y química en el átomo? En principio es difícil que la haya, estamos hablando de otro juego de lenguaje. En la vida cotidiana, pre- y extra-científicamente, hemos de vérnoslas con el ente. Pero la ciencia se distingue porque concede a la cosa misma, de modo exclusivo, la primera y la última palabra. Son prácticas que fomentan la sumisión al ente (que ellas mismas contribuyen a crear). Obsesionadas con el ente, se olvidan del Ser. En esa sumisión, cada ciencia crea su ídolo. Acaece entonces la irrupción del ente. En esos tres elementos, referencia al mundo, actitud e irrupción del ente, en su unidad radical, se da la existencia científica. Una existencia que recibe la dirección del ente mismo. La seriedad y sobriedad de la ciencia consiste precisamente en que se ciñe al ente. De ahí que la nada no pueda ser objeto de la investigación científica y debe serlo de la metafísica. La ciencia nada sabe de la nada. No quiere saberlo. Va contra sus propios principios. La nada es lo que las ciencias rechazan y abandonan, por nadería. Y, al hacerlo, ¿no la están admitiendo? La ciencia, cuando intenta expresar su propia esencia, recurre a la nada. Echa mano de lo que desecha. ¿Qué pasa entonces con la nada? Preguntar por la nada trueca lo preguntado en su contrario, como si la nada fuera “algo” (esto o lo otro), como si fuera un ente, ese del que se ocupan las ciencias, que precisamente son las que no quieren saber nada de la nada.

La nada como fuente del entendimiento

El pensamiento siempre es pensamiento de algo. Pensar la nada parece una contradicción. Estamos ante un problema que se devora a sí mismo. Pues la nada es la negación de la omnitud del ente. Pero hete aquí que la negación, según la lógica, es un acto específico del entendimiento. ¿Cómo eliminar entonces al entendimiento en nuestra pregunta? ¿Acaso hay nada solamente porque hay no, porque hay negación? ¿U ocurre lo contrario, que hay no y negación porque hay nada? Cuestión no resuelta, ni siquiera formulada. Heidegger la plantea y resuelve: “Afirmamos que la nada es más originaria que el no y que la negación.”

Si realmente es así, la posibilidad misma de la negación como acto del entendimiento, y con ello el entendimiento mismo, dependen de alguna manera de la nada. Entonces, ¿cómo pretende aquel decidir sobre ésta? “¿No descansará, el aparente contrasentido de la pregunta, en la ciega obstinación de un entendimiento errabundo?” La conclusión de Heidegger es contundente. Reconoce la imposibilidad formal de la pregunta por la nada, pero ello no le impide formularla. La pregunta entonces será dónde buscar la nada. Y, como en la mayoría de los casos, cuando buscamos algo es porque sabemos lo que estamos buscando.

Si la nada es completa indiferenciación, no puede haber diferencia entre la nada figurada y la nada auténtica. Por otro lado, nunca podemos captar el todo del ente, pues nos encontramos colocados en medio del ente (no podemos ver el universo desde fuera). Esa situación, lejos de ser un simple episodio, es el acontecimiento radical del existir, del Dasein. Se nos oculta la nada que buscamos. ¿Qué temple de ánimo puede colocarnos frente a ella? La angustia, responde Heidegger. La angustia (hoy llamada ansiedad) carece de objeto, es indeterminada, pero hace patente la nada, nos deja en suspenso, sin asidero al que aferrarnos. Esa sensación “prueba” la “presencia” de la nada. La nada se descubre en la angustia. Ella es el “órgano” que la percibe. En este punto, Heidegger lanza su contundente propuesta: Existir significa estar sosteniéndose dentro de la nada. Ese modo de estar en el mundo es trascendente. La existencia es, en su última raíz, trascender. Si la existencia no estuviera sostenida dentro de la nada, jamás podría entrar en relación con el ente, ni tampoco consigo misma. Sin esa originaria “presencia” no hay ni identidad ni libertad.

La nada no es objeto ni ente alguno, pero pertenece originariamente a la esencia del Ser. “En el Ser del ente acontece en anonadar de la nada”. Ahora bien, la vida y sus afanes nos ocultan la realidad insoslayable de la nada, los deseos la camuflan. El voluntarista no puede advertirla mientras persigue sus sueños, queda oculta tras la zanahoria del follow your dreams. Por eso reaparece cuando se logran los objetivos, cuando uno obtiene lo que durante tiempo anhelaba. Tras la zanahoria, ya engullida, la nada.

Resonancias indias

Hay un aspecto en que esta filosofía sintoniza con algunas propuestas de la filosofía hindú. El anonadar como un recogerse en la propia intimidad, en la más original, que es la nada, entendida como conciencia vacía, como conciencia sin objeto, como conciencia no intencional. “La actitud anonadante atraviesa de punta a punta la existencia”. Para la India la conciencia carece de intenciones, es la mente quien las tiene. Y la mente toma su luz de la conciencia. No es la angustia la que nos descubre originariamente la nada, sino aquietar la mente, dejarla diáfana. La mente es palabrería, ruido ensordecedor, disco rayado. Sólo la palabra uncida del verso (o la respiración) puede despejarla para que la atraviese la luz vacía de la conciencia. La civilización india no es una civilización angustiada (quizá por ser menos burguesa, o por estar más cerca de la naturaleza, o por carecer de sentimiento de culpa). La angustia no está siempre al acecho, eso que sentía Heidegger y que sienten otras muchas personas (no todas). El Dasein, según Heidegger, se sostiene en la nada apoyado en su angustia. “Tan finitos somos que no podemos colocarnos originariamente ante la nada”. El Dasein nada en la nada para no hundirse, y lo mantiene a flote la angustia. Y ese estar sosteniéndose es la trascendencia. La nada ya no es algo vago e impreciso, sino que pertenece al ser mismo del ente.

Vivimos una existencia interrogante. La vida es una pregunta. Quien es incapaz de reconocer este hecho fundamental nunca podrá ser un filósofo y tendrá que asumir su superficialidad, vivir en el fragor de los logros, en el vértigo siempre renovado de los objetivos. Pero eso no es todo. La ciencia, y nuestro tiempo, que se encuentra dominado por ella, ignora la nada. “La sobriedad y superioridad de la ciencia se convierte en ridícula si no toma en serio la nada”. En eso consiste la superficialidad de la visión científica, en que nada quiere saber de la nada y se contenta con establecer relaciones entre los entes. Pero, al preguntar por la nada, constatamos que esa existencia científica sólo es posible si, de antemano, se encuentra sumergida en la nada. “Sólo porque la nada es patente en el fondo de la existencia, puede sobrecogernos la completa extrañeza del ente, puede provocarnos admiración. Podemos ser investigadores porque podemos preguntar, y esa posibilidad descansa originariamente en la nada”. Ir más allá del ente constituye la esencia misma de la existencia, su acontecimiento radical. Ese trascender es la metafísica. La filosofía jamás podrá ser medida con el patrón de la ciencia.

Kant y el problema de la metafísica

La antropología de Heidegger aparece en 1929, a propósito de un estudio sobre Kant. La peculiaridad de la persona no es ocupar un lugar periférico del universo, sino que su puesto, como dirá Scheler, es el centro mismo del mundo. Esa es la geometría extremadamente compleja del universo en que vivimos. El centro del mundo no es un lugar físico o geométrico, sino que se encuentra en cada ser vivo. El universo es multicéntrico.

La entrada de la persona en el mundo, la irrupción del Dasein, no es algo inocuo o inofensivo. Transforma la realidad. En este sentido, la persona, no es como los demás entes. Con ella se introduce la metafísica, el Dasein convierte las cosas en temas de la metafísica. Pero no se trata de meras elucubraciones. La metafísica es un acontecimiento real, y su alcance, cósmico. Con ella, la realidad se descompone. La irrupción del Dasein es como una corriente que se insinúa en el universo, descomponiendo la realidad en Ser y tiempo. Esa irrupción rompe lo que estaba primitivamente unido. Impone una distinción entre pasado, presente y futuro. El paso de la persona por el universo descompone el Ser, que habita neutral en el eterno presente, para establecer una sucesión. Ser y tiempo se unen, a pesar de sus contradicciones internas. Y esa unión sintética genera una tensión, una angustia existencial. La inmutable presencia del Ser, su neutralidad temporal, se llena de inquietud.

Hay además otra ruptura. Al llegar al mundo, la persona, el Dasein, aporta la distinción entre el Ser y la nada. La realidad sólida del mundo se descompone. Aparecen las sombras, la intimidad, el silencio, la fuerza de la mortalidad (se suspire o no por una vida eterna, que en cualquier caso sería pesadillesca). Aquellos que suspiran por un universo eterno e inmutable no saben lo que dicen. Nuestra presencia en el mundo supone una herida en el Ser. La persona es el ente metafísico por excelencia y la persona llega a ser realmente persona cuando ejerce esa condición metafísica.

El final de la filosofía

La filosofía son preguntas. Toda teoría filosófica es ya un modo de mirar, un modo de preguntar que encauza las respuestas. La filosofía utiliza el lenguaje, unas veces corriente, otras conceptual. Para Heidegger el habla es la casa del ser. Con ese movimiento, rompe con la tradición metafísica y traslada el pensamiento al ámbito de la poesía.

Para Heidegger se filosofa en griego y el griego es una lengua incomparable. “La lengua griega no es simplemente una lengua, solo ella es logos”. El alemán tiene la ventaja de mantener un parentesco privilegiado con el griego. Los franceses, cuando filosofan, lo hacen en alemán (en francés “alemanizado”). Estos prejuicios fueron muy comunes en la Alemania de su tiempo, plagada de helenistas. Hegel había dicho que la única filosofía era la griega y lo habían creído. Aunque luego se desdijo, esa idea quedó grabada en el consciente colectivo europeo. La filosofía, según Heidegger, se inicia con Sócrates y Platón. Heráclito y Parménides no era todavía filósofos. La filosofía es, además, una ciencia peculiar. Pues nunca encuentra aquello que pregunta. Se mueve entre dos imposibilidades. La de ser “ciencia” y la de “no encontrar”. Esa tensión (entre abismos) le permite andar el camino, que es el preguntar mismo. De ahí para unos sea un caminar en el asombro, que no se deja confundir por el espejismo de la efectividad; mientras que para otros sea un camino que no lleva a ninguna parte.

La liquidación del pensamiento anterior es una manía de algunos grandes filósofos. Después de mí no hay nada. La encontramos en Nāgārjuna, en Nietzsche, el primer Wittgenstein y también en Heidegger. ¿En qué consiste el acabamiento (telos) de la filosofía moderna? Las antiguas promesas de la filosofía las formula ahora la ciencia, que pide tiempo y conformidad, que pide espera y financiación para sacar adelante sus proyectos. Nada ha cambiado tanto.

El final de la filosofía no debe entenderse como algo negativo. Nietzsche califica su pensamiento como platonismo invertido y culminación de la metafísica. Toda la metafísica, incluido su adversario, el positivismo, habla el lenguaje de Platón. No hay que ser profeta, nos dice Heidegger, para ver que las ciencias estarán dentro de muy poco determinadas y dirigidas por la cibernética. Las máquinas transforman el lenguaje en un intercambio de datos, que marcan y encauzan los fenómenos y la posición del individuo en ellos. Las ciencias interpretan lo real según sus categorías técnicas y su propia división y delimitación del campo de objetos. La verdad científica se equipara a la eficacia de sus efectos. Las ciencias asumen hoy las diferencias regiones del ente (naturaleza, historia, derecho, arte, física, biología). El triunfo de la visión científico-técnica supone la desintegración de la filosofía en las diversas ciencias tecnificadas. Quizá pudo haber otro camino posible, pero Occidente eligió ese y no hay vuelta atrás.

Se ha dicho que las filosofías y las épocas derivan unas de otra como parte de un proceso dialéctico. Para Heidegger la filosofía no es “dialéctica”, tampoco es erudición que, como decía Macedonio Fernández, “es una forma aparatosa de no pensar”. La filosofía no es ni siquiera un asunto discursivo o histórico. La filosofía (y aquí es donde Heidegger, aunque no lo dice, la asocia a la cultura mental), busca “corresponder”. En este sentido, lo que llamamos filosofía no es lo que entendió la tradición metafísica, desde Aristóteles, su fundador, a Nietzsche, su enterrador. Lo que llamamos filosofía, en cuanto correspondencia, es un asunto presocrático (y upanisádico). Esa correspondencia consiste fundamentalmente en prestar atención a la llamada del ser del ente. “La filosofía es el corresponder al Ser del ente”. ¿Cómo se realiza esa correspondencia? Heidegger no lo explica. Habla de diálogo, también de silencio y disposición, de temple de ánimo, de meditación (sin decir en qué consiste), habla también del cuidado de las cosas y del cuidado del asombro, de prestar atención a la llamada. El pathos del asombro no sólo es el origen de la filosofía, sino que la sostiene y domina. En el asombro nos contenemos, en cierto sentido, retrocedemos, no nos imponemos. Es una cuestión de sensibilidad y temple de ánimo, de dis-posición, de apertura al Ser del ente.

Para Heidegger, “ese corresponder es un hablar: está al servicio del habla. En este punto, hemos de distanciarnos del alemán. Ese corresponder no sólo es una hablar o una forma de hacerlo, no es únicamente la sumisión (islam) del poeta a la voluntad de la lengua. Desde nuestra perspectiva, ese corresponder se ejerce fundamentalmente desde la percepción, desde el modo (desdoblado o empático) de ver y escuchar (también de hablar, pero no exclusivamente). Heidegger acierta en la diana, la clave es la actitud y el temple de ánimo, pero la correspondencia va mucho más allá de la lengua. La luz no crea el claro. El claro es lo abierto, lo receptivo a la luz, lo que carece de costra (en el sentido de Gabriel Marcel). El sustantivo Lichtung hace referencia al abrir, aligerar, despejar. Despejar el bosque de árboles, abrir un espacio libre, diáfano. Se asume la consigna de Goethe y el legado de la fenomenología. “Que nadie vaya a buscar detrás de los fenómenos, ellos mismos son la doctrina”. Nos coloca ante la tarea de dejarnos decir algo, de escuchar. Ya no se trata tanto de un hacer como de una receptividad. Desde una perspectiva del vedānta, Lichtung puede verse como el “lugar” desde el cual se ilumina el sujeto y el objeto. (El conocimiento que se conoce a sí mismo, en términos de Prabhākara). “El camino del pensar, tanto especulativo como intuitivo, necesita de una Lichtung capaz de ser atravesada. En ella reside la posibilidad de estar presente la presencia… El tranquilo corazón de la Lichtung es el lugar del silencio, en el que da la posibilidad de acuerdo entre Ser y pensar, es decir, la presencia y su recepción”. Si entendemos la verdad como “concordancia” de la representación y lo presente, seguimos en la camisa de fuerza de la metafísica occidental (esa que ha derivado en las ciencias particulares). Se puede pensar que la propuesta de Heidegger cae en el irracionalismo, en la mala mitología, en mística sin fundamento. Pero tal vez “tengamos que pensar fuera de la distinción entre racional e irracional”. Lo que se propone aquí es un acompañamiento, una receptividad en la que el pensamiento renuncia a su efectividad. Esa es la tarea por pensar, la meditación pendiente. La conciencia no requiere de ninguna prueba, nos acompaña en cada momento. Simplemente hay que prestarle atención. “Entre el pensar y el poetizar reina un parentesco oculto”, pero la cosa no acaba allí. Hay una imaginación poética, una sensibilidad poética, incluso una percepción poética, que son aspectos fundamentales de esa correspondencia que es la filosofía, ahora llamada atención a la presencia de las cosas.

Artículo escrito por Juan Arnau y publicado en Babelia (“Pensadores intempestivos)